A los kamikazes se les recomendaba que obtuviesen una visual de sus blancos desde una altitud de más de 6.100 metros.
Estando ya a más de 8 km del blanco, un grupo kamikaze debía dispersarse para que los aviones pudiesen realizar sus ataques desde tantas direcciones, niveles y ángulos como fuese posible –de nuevo para presentar la máxima dificultad para las defensas antiaéreas. Los blancos se elegían por orden de preferencia: portaaviones, acorazados, cruceros y transportes; de hecho, los kamikaze mostraban una tendencia a concentrarse en torno al buque más grande de cualquier formación. También hacían otro tanto sobre el primer navío dañado.
El fracaso del ataque de la escuadrilla del USS Enterprise durante la tarde del 25 de octubre se basaba en dos culpables fundamentales. Por un lado, el alto mando estadounidense, que había lanzado un raid demasiado tarde, sufrido terribles malentendidos en las órdenes y sobreentendidos en las comunicaciones, y cuyos pilotos se habían visto obligados a volver y aterrizar de noche sin haber logrado nada positivo, como explicamos en la entrada anterior.
El estilizado Shokaku, uno de los mejores portaaviones de la Flota Imperial
Sin embargo, toda batalla es un juego a dos bandos y los
japoneses también habían tenido algo que ver con este terrible resultado final.
Vamos a remontarnos al amanecer de aquel 25 de octubre, cuando un ordenanza
despertó al jefe de la 1.ª División de Portaaviones para informarle de que los
cazas de cobertura habían informado del derribo de un avión enemigo,
probablemente un explorador que podría haber comunicado a su base la presencia
del Shokaku y el Zuikaku, los dos últimos grandes portaaviones de flota
japoneses. De inmediato, y con la intención de “desorganizar al enemigo” el
vicealmirante al mando ordenó virar hacia el nordeste, a 20 nudos. ¿Por qué una
maniobra tan pusilánime?
Nacido en 1909 en el seno de una familia de granjeros, Gössmann ingresó en las fuerzas armadas en 1936. Su primera unidad fue el 199.º Regimiento de Infantería de la 57.ª División de Infantería.
Aprovechó la oportunidad que se le ofrecía e ingresó en la banda de música, donde tocó el clarinete. Con el comienzo de la guerra la banda, de 38 miembros, tocaba en ceremonias religiosas, funerales, ceremonias de condecoraciones y hospitales de campaña. A finales de 1940 fue asignado a una unidad de combate y en 1941 participó en la invasión de la Unión Soviética, Operación Barbarroja, como jefe de escuadra en la 2.ª Compañía de su regimiento. Gössmann destacó inmediatamente en los combates y no tardó en ser condecorado con la Cruz de Hierro de Segunda Clase y en recibir la insignia de Asalto de Infantería.
Estamos a 25 de octubre de 1942, en algún punto del Pacífico. Han pasado muchas cosas desde la fulgurante agresión japonesa a Pearl Harbor. Los nipones se han extendido por el pacífico, hasta ser detenidos en el mar del Coral y en la batalla de Midway. Ahora, con la situación un tanto más equilibrada, se combate por una isla perdida de la cadena de las Salomón. Un lugar del mundo en el que nadie se habría fijado nunca, de no ser por esta batalla: Guadalcanal.
Isla de Guadalcanal
La isla, remota, fue ocupado primero por los japoneses y después conquistada por los marines norteamericanos, que han establecido en ella una base que impide la expansión hacia el sur del Imperio nipón. Mientras, en tierra, se suceden combates y escaramuzas, en el mar, donde los norteamericanos son amos del día y los japoneses señores de la noche, el imperativo es suministrar y reforzar la isla. Todo ello nos lleva a la batalla de las islas Santa Cruz. Ya tuvimos ocasión de hablar de la flota japonesa y del mando norteamericano, así como de las Task Force desplegadas por estos últimos. También dedicamos una entrada a la detección de las flotas contrarias, un factor crucial en el pacífico, y de la situación táctica en la que se encontraban los estadounidenses que, insuflados por el ánimo agresivo del vicealmirante Halsey, su nuevo comandante en jefe en la zona, estaban dispuestos a darlo todo por acabar con algún japonés.
El siguiente texto está sacado de Más allá del deber. Franz Stigler cuenta como en los últimos estadios de la guerra tenía a sus órdenes pilotos novatos con los que debía hacer frente a las enormes formaciones de bombarderos aliados.
Prey for mercy. John Shaw
Franz se arrodillaba en el ala del Bf 109. Detrás de él, el viento soplaba a través de la ciudad de Graz procedente de las azules montañas nevadas que había al norte. Eran la una de la tarde pero el clima de invierno hacía que pareciese más tarde. Franz se inclinó hacia el piloto novato que se sentaba con las correas abrochadas en el interior del aparato, con su rostro alargado, pálido e inofensivo. «Golpeamos duro, golpeamos primero, y luego nos vamos echando leches de allí», le dijo Franz al piloto, un joven cabo llamado Heinz Mellman. Éste asintió rápidamente, con temor. Ese día sería su primera misión de combate.
A principios de 1942, los relucientes P-38 Lightnings esperaban ser transportados al otro lado del charco a una guerra en la que los necesitaban desesperadamente.
Los convoyes no eran del todo la solución, ya que estaban siendo diezmados por los submarinos alemanes. La forma más natural y lógica era llevarlos volando, pero ¿podía un P-38 cruzar la enorme distancia del Atlántico? Se antojaba imposible. ¿O no? Por si acaso, hubo hombres que se pusieron a trabajar en el problema. El último modelo, P-38F, tenía una gran autonomía y con depósitos de combustible externos quizá pudiese lograrlo.
La batalla de Kinburn, librada durante la Guerra de Crimea no tuvo importancia estratégica alguna ni influyó en el resultado del conflicto, pero gracias al enorme éxito obtenido por las naves acorazadas francesas, tuvo una gran influencia en que las marinas del mundo comenzasen la transición de los buques de madera a los navíos de planchas de metal.
En la batalla de Sinope, librada el 30 de noviembre de 1853, un escuadrón ruso destruyó una flota otomana fondeada empleando mayoritariamente proyectiles explosivos, en contraposición con las balas sólidas de cañón que se venían empleando hasta entonces. Este hecho volvió a suscitar un interés en las planchas de hierro como coraza para los navíos de madera. Después de que Francia y Gran Bretaña entrasen en la guerra, el gobierno francés propuso un sistema de protección acorazada para las unidades navales y el jefe de la ingeniería naval británica demostró que cuatro pulgadas (10 cm) de hiero podrían proteger contra una artillería potente.
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