La batalla de Santa Cruz (XVIII). El final de una leyenda.

Pasadas las 11.30 horas, el drama parece terminar. En la flota japonesa, el Shokaku, inutilizado pero reparable, navega en dirección opuesta a la batalla mientras el resto de la flota se dirige, lo más deprisa que puede, hacia la última ubicación de la flota norteamericana. Esta se halla, sin duda, en una situación mucho más difícil. El Enterprise ha recibido varios impactos de bombas, pero tiene propulsión y aunque dos de sus ascensores están inservibles y la cubierta de vuelo ha sido dañada, al menos puede hacer aterrizar a sus pilotos en la mitad de popa. La situación del Hornet, en cambio, es grave. El buque no tiene propulsión, y si se está desplazando a una velocidad de entre 3 y 4 nudos es gracias al cable de remolque tendido desde el Norhtampton, una solución frágil que falla en varias ocasiones. Entretanto, el contralmirante Murray se ha visto obligado, como Nagumo, a trasladar su bandera a bordo de un crucero. En este caso el Pensacola.

Photo #: 80-G-17489  Battle of the Eastern Solomons, August 1942 Note
Una bomba japonesa estalla sobre la cubierta de vuelo del Yorktown. Esta foto, tomada durante la batalla de las Salomón orientales, nos muestra el momento exacto en que la bomba estalla sobre cubierta. Si lo hacía en el confinado interior del barco, el resultado era todavía más destructivo.

El traslado del contralmirante, a las 11.45, supone el pistoletazo de salida de un proceso de evacuación de mayor calado, pues el capitán Mason, al mando directo del Hornet, ordena el traslado de 75 heridos a bordo de los destructores, junto con 800 marineros cuyas tareas son innecesarias a bordo del moribundo leviatán.

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La batalla de Santa Cruz (XVII). Últimos Ataques.

A las 10.18 de la mañana del 26 de agosto la batalla parecía agotada. Los aviones embarcados de ambas flotas habían atacado al enemigo, quedando herido el portaaviones japonés Shokaku en el bando imperial, y muy gravemente dañado el Hornet y con un par de agujeros el Enterprise en el caso estadounidense. Entonces, el vicealmirante Kondo, que por lo que sabía de los ataques aéreos propios creía que el enemigo se había quedado sin portaaviones, anunció que iba a atacar con los buques de superficie. Para ello, ordenó al portaaviones Junyo que, escoltado por dos destructores, fuera a reunirse con los portaaviones de Nagumo.

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El Junyo, fotografiado en 1945.

El refuerzo es bienvenido pues el Shokaku estaba en llamas, aunque al menos no había perdido propulsión y se estaba dirigiendo hacia el noroeste a 31 nudos, secuestrando de paso al jefe de la escuadra. Debieron de ser momentos amargos para el vicealmirante Nagumo, que sin duda debió de acordarse como había tenido que abandonar su buque insignia, el Akagi, durante la batalla de Midway. Aun así, pero no sin dudas, decidió, finalmente, trasladar de nuevo su pabellón. Era la segunda vez que se veía obligado a abandonar su navío de mando durante aquella infausta guerra.

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La batalla de Santa Cruz (XIV). USS Hornet.

Eran las 8.53 horas del 26 de octubre de 1942 cuando, no lejos de las islas Santa Cruz, la flotilla aérea del capitán de Corbeta Murata Shigeharu avistó el portaaviones norteamericano USS Hornet, navegando con su escolta. Estaba más cerca el USS Enterprise, pero, oculto bajo una borrasca, los japoneses no podían verlo. A esa misma hora, a bordo del portaaviones avistado, los aparatos japoneses aún son visibles, pero saben que están allí. El crucero Northampton ha indicado con claridad la existencia de una señal “bastante grande”, y el teniente de navío Fleming, director de caza del portaaviones, envía de inmediato dos divisiones de cazas (de cuatro aparatos cada una) hacia el objetivo.

Battle of the Santa Cruz Islands
Esta fotografía, tomada desde un avión del Hornet, nos muestra a toda la TF 17 virando bruscamente para evitar un ataque aéreo.

Maniobra tal vez acertada la del director de caza del Hornet, pero la responsabilidad de defender a la flota no es suya sino del capitán de fragata Griffin, su homólogo en el Enterprise, quien ya había enviado aviones hacia el enemigo, pero con instrucciones de no alejarse más de 24 km de la base y a una altitud de 3000 (recuérdese que era la altitud a la que se mantenían los Wildcat estadounidenses para no gastar oxígeno ni combustible en exceso). Cuando poco después, el teniente de navío Hessel, del Hornet, avistó 55 aviones japoneses, estos se hallaban a 5200 m. A más de 2000 m por encima de los norteamericanos, era casi como si se hallaran en la luna.  

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El nacimiento del portaaviones (XI): Conclusiones: 1939-1945.

A lo largo de esta serie de entradas, larga ya, hemos ido explicando diferentes aspectos de la evolución del arma aeronaval en general y del portaaviones en particular durante el periodo entre las dos guerras mundiales del siglo XX. Dedicamos la primera de estas entradas a la Gran Guerra propiamente dicha, las siguientes a los diversos conceptos doctrinales sobre la organización, significado e importancia de las fuerzas aeronavales o a los planteamientos geoestratégicos que motivaron las decisiones tomadas respecto a dichos buques, y las finales al concepto de batalla naval desarrollado entre 1918 y 1939 y al lugar del portaaviones en la misma. El lector recién llegado podrá encontrarlas todas ordenadas resumidas y enlazadas al final de esta entrada.

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HMS Ark Royal, de la Royal Navy

Llegados a este punto y habiendo terminado el periplo por los diferentes aspectos del arco temporal que nos marcamos, no tendría mucha coherencia terminar sin un pequeño artículo dedicado al resultado de todo esto durante la Segunda Guerra Mundial. Entrando en materia, la afirmación obvia es que la guerra demostró, fehaciente, incluso contundentemente, que la era del acorazado había terminado. Entre 1939 y 1945 el portaaviones se convirtió en el protagonista principal de la guerra naval, y el acorazado quedó relegado al pasado. Este proceso se produjo en las tres marinas que hemos venido analizando a lo largo de estas entradas: la Royan Navy, la U. S. Navy y la Marina Imperial japonesa. Podríamos añadir que de las otras dos grandes marinas beligerantes, la italiana, que también había confiado en los acorazados, fue derrotada y nunca volvería a alcanzar el potencial desplegado en 1939; y la alemana, que había evolucionado de la gran batalla naval en la guerra de 1914-18 a la guerra de corso en 1939-45 –fue la única que encaró la segunda contienda con un planteamiento divergente respecto a las demás potencias, más por medios disponibles que por convencimiento– tampoco obtuvo el éxito esperado. Ambas fueron finalmente derrotadas también por el arma aeronaval.

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