La «dulce guerra» de las confederadas de Winchester.

 

Cuando a principios de la primavera de 1862 se iniciaron los movimientos de tropas en el escenario bélico de Virginia del Norte, “Stonewall” Jackson, comandante en jefe del Ejército del Valle de la Shenandoah, se vio obligada a retirarse de la ciudad de Winchester (Virginia), tanto para evitar el peligro que suponían las fuerzas federales del general Banks, que lo superaban cuatro a uno, como para evitar que la retirada del ejército confederado del general Johnston (Lee aún no había tomado el mando del Ejército de Virginia del Norte) pusiera en peligro sus líneas de comunicaciones.

«Stonewall» Jackson montado sobre Little Sorrel, su caballo. La decisión de abandonar Winchester fue una de las más duras de su carrera, y la última que tomó apoyándose en el consejo de sus oficiales.

Los federales entraron en la ciudad al día siguiente, acogidos alegremente por los partidarios de la unión que aún residían en la ciudad, y con severidad por los ciudadanos que eran leales a la confederación. Puertas cerradas, cortinas corridas y hogares apagados, recordará un testigo. La imposición de la Ley Marcial supuso que pocos hombres pudieran protestar por la presencia de las fuerzas de azul, pero la orden de no importunar ni a mujeres ni a niños dio a las madres, esposas, novias e hijas de los oficiales confederados la posibilidad de demostrar su descontento de diversas maneras.

“Ya nos habíamos encontrado con mujeres rebeldes –escribirá John M. Gould, de Maine– pero en ninguno de nuestros desplazamientos no encontramos con mujeres tan duras como las de Winchester. Eran incansables a la hora de demostrar hasta qué punto nos odiaban. Si nos sentábamos un momento en sus umbrales, enseguida enviaban a sus sirvientes a limpiar el lugar que se suponía que habíamos ensuciado con nuestra presencia”. Incluso los gestos más amables podían encontrarse con una mala respuesta, como aquel soldado que, amablemente, recogió la biblia que se le había caído a una dama, para encontrarse con que esta ni tan siquiera se dignaba recibirla cuando quiso devolvérsela.

Además de estas conductas desdeñosas, hubo acciones más violentas, como cuando Mary Greenhow Lee expulsó a un yanqui que había entrado en su cocina (probablemente a pedir algo de agua, en todo caso no estamos hablando de una intrusión forzada) con una retahíla de juramentos e insultos “tan intrépidamente como si [ella] hubiera sido un hombre armado”, recuerda el cronista.  Algunas alborotadoras, más jóvenes, llegarían incluso a escupir a la cara a los federales con los que se cruzaban en la calle.

Puertas cerradas y cortinas corridas. Las tropas del general Banks entrando en la localidad.

Ya hemos mencionado que había órdenes que prohibían expresamente a los soldados de azul que actuaran con violencia o descortesía contra estas acciones, sin embargo, algunos de ellos si se vengaron.

Un soldado del 46.º de Pennsilvania  fue testigo de la respuesta de uno de los zuavos de la guardia del general Banks cuando Kate Sperry y algunas de sus amigas se detuvieron tras observar como la bandera de las barras y estrellas ondeaba desde una ventana del edificio en el que este había establecido su cuartel general. “¿Kate, vas a pasar bajo esa asquerosa bandera?” Parece que preguntó una de las amigas, a lo que la interpelada contestó que jamás, y todas cruzaron la calle para evitarla. El centinela zuavo, que las había oído, detuvo su paseíllo para hacer una observación: “¡Señoritas! Más asquerosos me parecen los harapos que llevan bajo las faldas”.

Un soldado de Massachussetts cometió la imprudencia de acercar la banderita de la unión que tenía en la mano a una elegante mujer sureña, que se la quitó de las manos para arrojarla al suelo. “Si no fuera usted una mujer –contestó el furioso soldado–  le calentaría el culo por su maldita insolencia”.

Mapa de la campaña del Valle. Aquí se puede ver lo expuesta que era la posición de Winchester para los confederados.

Hay que decir que la paciencia y la cortesía mostrada por los federales en Winchester, si bien no fueron raros, tampoco fueron lo habitual. Baste como ejemplo de lo contrario la orden general n.º 28, del general Butler, que acababa de ocupar la ciudad confederada de Nueva Orleans, que indicaba que toda mujer que insultara o desdeñara a cualquier oficial o soldado de los Estados Unidos debía ser tratada como si fuera una prostituta buscando un cliente. Esto no significaba que el ofendido pudiera aprovecharse de ella, pero sí que no había obligación de tratar a estas mujeres como a damas, y se podía devolver el insulto, o la agresión.

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