Salamina acaba de publiar una de las obras cumbre de Robert Citino, su tesis sobre el modo prusiano y alemán de hacer la guerra. Pero dejemos que sea el propio Citino el que exponga el contenido de su análisis.
¿Hay un modo alemán de hacer la guerra? La respuesta podría parecer obvia. Hay pocas nociones en la historia moderna más seguras que la de la excelencia militar alemana. Muchos monarcas absolutos fueron reyes soldados, pero Federico el Grande fue el Rey Soldado, una combinación aparentemente sin fisuras de déspota ilustrado y talentoso mariscal de campo. Durante el siglo XIX, el ejército prusiano llevó a cabo una revolución militar que culminó con el desplazamiento de Austria de su papel preponderante en Alemania, el derrocamiento de Francia como potencia hegemónica en Europa, y la creación de un nuevo Imperio Alemán, un «segundo Reich» que era, que duda cabe, una criatura muy diferente a la del viejo Sacro Imperio Romano Germánico.
Durante la Primera Guerra Mundial, el ejército alemán estuvo a punto de obtener la victoria en las primeras semanas, contuvo a una gran coalición compuesta por Gran Bretaña, Francia, Rusia y Estados Unidos durante cuatro largos años en una guerra de posiciones y, a continuación, estuvo a punto de obtener de nuevo la victoria en la primavera de 1918. En el periodo de entreguerras, los alemanes llevaron a cabo su segunda revolución, ideando un mortífero método de integración de la nueva movilidad mecanizada, que ofrecían los carros de combate, y de la aviación a las operaciones de combate.
El mundo lo llamaría blitzkrieg, aunque los propios alemanes no inventaron ese término ni lo utilizaron en modo oficial alguno. En los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, los ejércitos mecanizados alemanes volvieron a marchar de victoria en victoria, una carrera que llegó a su clímax en la campaña contra la Unión Soviética. En los primeros seis meses de la operación Barbarroja, los alemanes infligieron unas terroríficas pérdidas totales de cuatro millones de bajas al ejército soviético, la mayoría de las cuales fueron prisioneros capturados en enormes y sucesivas «batallas de cerco» (Kesselschlacht).
Sin embargo, sometidos a un examen más cercano, estos hechos no responden a la pregunta. Aunque es cierto que todo apunta a que los alemanes han sido buenos a la hora de hacer la guerra, no han tenido el monopolio de la excelencia militar. Ha habido muchos «grande capitanes» a lo largo de los años, y la lista de miembros resulta ilustrativa. Para el periodo moderno hasta 1850 tenemos, por ejemplo, a un sueco (el rey Gustavo Adolfo), a un inglés (John Churchill, duque de Marlborough), a un franco-italiano (Eugenio de Saboya), a un prusiano (Federico el Grande), y a un francés o, para ser más precisos, un corso (Napoleón I).
La mayoría de los historiadores todavía considera al «emperador de los franceses» como el más grande de todos ellos. Además, los propios alemanes negaron reiteradamente y de forma vehemente tener ningún sistema único o especial para librar sus guerras. La guerra, afirmaban, era un arte. Dominarlo requería largos años de estudio y devoción monástica, como cualquier arte, y nadie podría reducirla nunca a un sistema o a un conjunto normativo de principios.
Un buen comandante buscaba la manera de ganar; no seguía una lista de reglas. Esto constata la existencia de un vínculo conceptual entre Federico el Grande, el gran filósofo de la guerra, Carl Maria von Clausewitz, y otras figuras prominentes posteriores como Helmuth von Moltke el Viejo, el conde Alfred von Schlieffen, y Hans von Seeckt. Todos y cada uno de ellos negaron la existencia de un modelo para la guerra que fuese presuntamente válido en todo momento. Los compendios de normas como los célebres principios de la guerra del Ejército de Estados Unidos eran, como dijo en cierta ocasión Clausewitz, «completamente inútiles».
Un tercer problema a la hora de concebir una fórmula sencilla sobre esta cuestión es el simple adjetivo «alemán». Cuando analizamos a los alemanes en esta obra, generalmente nos referimos al reino de Prusia y a sus regímenes sucesores: el Reich de Bismarck unificado, la República de Weimar, y la dictadura Nazi. Una gran cantidad de trabajo historiográfico de los últimos tiempos ha analizado a las otras Alemanias: el Sacro Imperio Romano Germánico y su estado sucesor, el Imperio Habsburgo, además de los diversos estados miembros del imperio y de la Confederación Alemana.
Una verdadera «manera alemana de hacer la guerra» los incluiría a todos, y muchas de las más grandes batallas de la historia militar «alemana», la victoria de Federico el Grande en Leuthen, o el triunfo de Moltke en Königgrätz, toman un cariz muy diferente cuando uno constata que, en realidad, se produjeron a expensas de un estado socio «alemán», Austria. La guerra de 1866, por ejemplo, se muestra reiteradamente en la literatura contemporánea como una «guerra entre hermanos» (Brüderkrieg).
En términos posmodernistas, los historiadores han tendido a «privilegiar» la historia prusiana a expensas de la de otros estados alemanes. Ante tal crimen, este trabajo se declarará culpable por adelantado. Argumentará que hay, en efecto, un modo alemán de hacer la guerra y que tuvo sus orígenes en el Reino de Prusia. Los gobernantes de este estado pequeño y relativamente empobrecido de la periferia de la civilización europea, el «arenero del imperio», reconocieron pronto que las guerras de Prusia debían ser «kurtz und vives» (breves y enérgicas). Prusia, y más tarde Alemania, era die Macht in der Mitte, la potencia en el centro de Europa.
Embutida en un lugar por desgracia difícil en el corazón del continente, rodeada de enemigos reales y potenciales, y siendo las más de las veces el tablero de ajedrez en el que otros ponían en práctica sus estrategias, no tenía ni los recursos y los efectivos para largas y prolongadas guerras de desgaste. Incluso llamando a filas a todo hombre disponible y estrujando hasta el último tálero de impuestos, Prusia no podía luchar y ganar una guerra larga. Por ende, el problema militar de Prusia, desde el principio, era encontrar un modo de librar guerras breves y contundentes que acabasen rápidamente en una victoria decisiva en el campo de batalla, un conflicto inmediato que dejase al enemigo tan débil o asustado que se pensase llevar a cabo un segundo asalto.
La solución, encontrada de forma embrionaria en las guerras del Gran Elector, desarrollada posteriormente por Federico el Grande, y llevada a continuación a la madurez con Helmuth von Moltke el Viejo, fue poner el énfasis en un nivel intermedio del modo de hacer la guerra conocido como operacional. Se trata de un espacio conceptual entre la táctica (la maniobra de pequeñas unidades como batallones, compañías y secciones en el campo de batalla) y la estrategia (el reino del liderazgo políticomilitar de las respectivas naciones contendientes). El nivel operacional implica la maniobra y el mando de grandes unidades: ejércitos, cuerpos y divisiones. Los comandantes prusianos, y más tarde los alemanes, buscaron la maniobra de sus unidades operacionales –en algunas ocasiones de toda la fuerza- de un modo rápido e intrépido. Los alemanes lo llamaron Bewegungskrieg –la guerra de movimientos en el nivel operacional.
El término no se refería a la movilidad táctica o a la velocidad terrestre en kilómetros por hora. Por el contrario, significaba la maniobra de grandes unidades para asestar al enemigo un duro mazazo, incluso aniquilador, lo más rápidamente posible. Podía ser un asalto por sorpresa sobre un flanco desprotegido o, mejor todavía, sobre ambos flancos –o incluso mucho mejor que eso, sobre su retaguardia. Un vigoroso enfoque operacional semejante implicaba además cierto tipo de características, como tendremos ocasión de ver: un ejército con un extremado nivel de agresividad en el campo de batalla, un cuerpo de oficiales que tendiese a lanzar ataques contra cualquier pronóstico, y un sistema de mando flexible que dejase buena parte de la iniciativa, en ocasiones demasiada, en manos de los comandantes subordinados.
De este modo, los alemanes desarrollaron cierto patrón del modo de hacer la guerra a partir de su cultura y tradiciones, y especialmente de su posición geográfica.
Otras obras de Robert M. Citino son:
Suena muy interesante.
Pero la afirmación de que en 1914 y 1918 Alemania estuvo a punto de ganar la IGM, no la comparto.