El frente del Oder (crónicas de Subbotin III)

Habíamos dejado a Vassili Subbotin caminando detrás de su guía del Komsomol por la orilla, difícil, de un canal, allá abajo en el Oderbruch, la llanura pantanosa que se extendía entre el río Óder y los altos de Seelow. Si uno trata de imaginarse el vagabundeo de aquellos dos hombres en un territorio que, según escribe el periodista, parece deshabitado, no puede evitar acordarse de la película 1917, en la que asistimos a una odisea similar. Sin embargo, no muy lejos de la senda que recorren nuestros dos protagonistas se está librando una de las batallas más encarnizadas de la Segunda Guerra Mundial: el asalto a Berlín, la pugna por terminarla.

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Camaradería. Dos soldados de una misma localidad pero de distintas unidades se encuentran durante los combates por Berlín

“De repente, nos encontramos ante una barrera de alambre de espino que salía del agua y se extendía por la orilla. Teníamos que atravesarla quisiéramos o no. Encontramos un agujero en la barrera lo suficientemente grande como para que pudiera pasar un hombre. Los alambres de espino se balanceaban peligrosamente a merced del viento. Cerca del agujero había un soldado muerto, uno de los nuestros. Lo reconocimos por su guerrera acolchada”.

“Teníamos que cruzar, teníamos que ir más allá de la alambrada sin quedarnos atascados en ella y sin ser alcanzados por una bala. Miramos al hombre caído, a solo tres pasos de distancia. El organizador del Komsomol me aconsejó que no le siguiera muy de cerca y, de hecho, acababa apenas de cruzar la valla cuando sonó de nuevo la ametralladora. El organizador del Komsomol había conseguido cruzar ileso y en seguida se tiró cuerpo a tierra. ¿Sería igual para mí? Esperé un rato y entonces di un salto adelante. ¡Maldita sea! Me quedé enganchado, mi abrigo se había enredado en el alambre. Acababa de suceder lo que más temía. Tiré con fuerza del abrigo y lo solté con un desgarrón. Estaba libre. Apenas me había puesto a cubierto cuando escuché de nuevo el tableteo de la ametralladora”.

“‘¡Quieto! ¡Estate quieto! No grites tan fuerte, los alemanes están muy cerca’. Acababa de encontrar a Tverdochleb, el comandante de batallón, un hombre grande, un tanto desastrado. Solo había unos pocos hombres en la trinchera. ‘¿Fue usted abandonado por el batallón?’, me preguntó el segundo jefe del batallón, un hombre bajo, de pelo negro, que ya no era joven, mientras caminaba hacia mí. Saqué mi cuaderno de notas. Lo había encontrado por ahí. Estaba encuadernado con cuero artificial de color rojo y había una palabra en la primera página, en un idioma extranjero, que yo no sabía descifrar”.

Restos de una trinchera alemana en el frente del Óder.

“El jefe de batallón se río sorprendido. Aparentemente, no entendía por qué había avanzado hasta él. Había tomado dos trincheras y un pueblo solo ese día, y ahora su batallón consistía en tan solo unos quince hombres. Me rodearon, claramente encantados de que alguien hubiera pasado hasta ellos, y además alguien de la prensa, un reportero. Todos se consideraban malditos, arrojados a la brecha para combatir y luego olvidados. Hablaban con tranquilidad, pero se interrumpían uno a otro. Todos querían enseñarme el carro de combate que habían destruido hacía poco. Todavía humeaba”.

“Los soldados miraron con cuidado por encima del parapeto. No querían ponerse en peligro innecesariamente. Solo los novatos, los soldados sin experiencia, iban a donde no era necesario. Conocía a los muchachos de este tipo. Cuando están en el frente por primera vez piensa que, estando todo tan quieto y tranquilo, no hay peligro. Pero solo está así porque los soldados con experiencia, que conocen el frente, se mantienen a cubierto, sin llamar al peligro”.

Artillería soviética en batería.

“Tomé un montón de notas. Quería escribir todas y cada una de las cosas que decían. Todos escucharon con atención cuando el jefe de batallón contó su historia, especialmente los que estaban un poco más allá, entre ellos un teniente de pelo negro de rostro impresionantemente inteligente. Me resultó extremadamente difícil decidir, entre los soldados de esta trinchera, que se encontraba a tan solo unos pocos metros de distancia de los alemanes, cuál era el héroe sobre el que pudiera merecer la pena escribir. Para mí, todos lo eran”.

“Luego, tuve que marcharme pues empezaba a oscurecer. Volvimos por el mismo camino. Bajo la alambrada había un ingeniero abriendo un paso. Una ametralladora invisible seguía disparando desde el flanco, pero las balas silbaban por encima de la valla. Se habían llevado el cadáver. Seguimos por el camino estrecho, con mucho cuidado de no hacer ruido”.

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