No se puede ocultar que, a principios de 1935, la percepción europea con respecto a la Alemania nazi se había deteriorado. Considerado inicialmente como un gobernante más, las noticias sobre lo que estaba empezando a pasar con los judíos –muchos estaban emigrando a Austria– o sobre el asunto Röhm, la llamada “noche de los cuchillos largos”, entre otras cuestiones, habían deteriorado seriamente la imagen de Hitler, y el plebiscito del Sarre del 17 de enero no ayudó. “Hitler ha insistido de nuevo en que, a la vista de la presión esperable por parte de Gran Bretaña y Francia después del plebiscito del Sarre, es necesario acelerar la implementación de algunos planes de armamento importantes […] para haber alcanzado el nivel de preparación más elevado posible cuando se inicien las negociaciones”, anotaba el almirante Raeder.
Uno de los planes de armamento que se benefició de esta circunstancia fue el de la Marina, y muy poco después de comenzar el año se ordenó la construcción de varios destructores, el montaje de los primeros submarinos y que la fecha de inicio de la construcción del primer portaaviones se adelantara al 1 de abril de 1935.
Esa misma primavera, Hitler se mostró a favor de que se incrementaran el tonelaje previsto y la calidad del armamento de dos de los acorazados de bolsillo que estaban en construcción –denominados “D” y “E”–, así como un aumento de calibre de los cañones del acorazado “F”, aún en fase de diseño y cuyos contratos de construcción no se otorgarían hasta noviembre, a los 380mm.
Esta euforia no se debía tan solo a la necesidad, que antes exponíamos, de acelerar la construcción de naves de guerra para tener capacidad de maniobra frente a la presión exterior, sino también a que paralelamente estaban dando fruto las conversaciones anglo-alemanas en materia de armamento naval. El Tratado naval anglo-alemán, que finalmente se firmó el 18 de junio, supuso mejoras importantes con respecto al tratado de Versalles: los alemanes podían aumentar su flota de guerra hasta las 520 000 toneladas, por ejemplo (en vez de las 144 000 permitidas por el tratado de paz), y además, Gran Bretaña accedía a que Alemania construyera submarinos, una flota equivalente a la suya, aunque Hitler se comprometió a que, en una primera fase, la flota submarina alemana no excedería del 45% de la británica.
¿Estaban realmente los británicos mirando a Hitler con mejores ojos? Hay que indicar que, en muchos aspectos, este tratado fue una doble jugada de engaño. En lo que a los submarinos se refiere, las marinas del mundo entero, entre ellas la británica (y la alemana), estaban empezando a considerar que, debido a los últimos adelantos técnicos, estos buques eran obsoletos. Así, desde el punto de vista de Londres, tenía poca importancia que Hitler invirtiera recursos en su construcción. Por otro lado, los líderes de las islas eran ya conscientes de que el rearme alemán solo podía ser detenido con una guerra en la que no estaban dispuestos a meterse, por lo que era mejor firmar algún tipo de acuerdo, engañando a los germanos haciéndoles creer que estaban a favor de permitirles que se rearmaran.
¿Y los alemanes? La pregunta es pertinente, porque el tratado suponía una rebaja en el tonelaje y el nivel de los barcos que Hitler ya había decidido construir, es decir, lo acordado estaba por debajo de lo previsto. Sin embargo, durante aquel año la economía alemana estaba pasando por graves estrecheces, no había ni materias primas ni dinero suficientes para construir todos aquellos barcos, por lo que tampoco parecía demasiado importante transigir con los británicos para luego, en cuanto fuera posible y así se decidiera, desvelar el engaño y saltarse el tratado.
Volviendo, para terminar por esta vez, a la cuestión de los submarinos, es importante indicar que también la Marina alemana se estaba planteando si serían un arma efectiva o no, y si empezaron a construirse fue porque Versalles lo había prohibido pero ahora, gracias a la aquiescencia británica, podían. Sin embargo, para cuando se firmó el tratado solo se habían encargado 36, con un desplazamiento total de 14 500 toneladas (dos tercios de los permitidos por la regla del 45% –22 000 toneladas– y mucho menos que los 72 previstos en marzo de 1934 –31 200 toneladas–). El debate iba a proseguir hasta el otoño, cuando un capitán apellidado Dönitz se convirtió en comandante en jefe de la primera flotilla de submarinos alemana y empezó a redefinir las misiones y tácticas de este tipo de naves.