Coignet toma solo un cañón en Montebello y es de los primeros condecorados con la Legión de Honor

Jean Roch Coignet fue un destacado militar francés miembro de la Guardia Imperial de Napolón que participó en todas las campañas del conslulado y del primer imperio francés. Por su comportamiento en Montebello y en Marengo fue incorporado a la Guardia Imperial y fue uno de los primeros hombres en ser condecorado con la Legión de Honor.

Coignet toma un cañón él solo en la batalla de Montebello

Nos deleitábamos con la fruta madura de la que estaban cargados los arbustos cuando, de repente, a las once, oímos disparos de cañón. Pensamos que era muy lejos, pero estábamos equivocados; cada vez se acercaba más a nosotros. Llegó un ayuda de campo con órdenes de que iniciásemos el avance tan rápido como nos fuese posible. El general estaba en un apuro en todas partes. «A las armas», dijo nuestro coronel, «¡adelante, mi bravo regimiento! Hoy es nuestra oportunidad de distinguirnos». Y nosotros gritábamos, «¡hurra por nuestro coronel y por nuestros valientes oficiales!». Nuestro capitán, con sus 174 granaderos, dijo, «yo responderé de mi compañía. La dirigiré desde el frente».

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Memorias del capitán Coignet – Granadero de la vieja Guardia Imperial de Napoleón

Ediciones Salamina acaba de publicar otra de las célebres memorias inéditas en español de soldados ilustres de Napoleón. Jean-Roch Coignet relata sus andanzas desde sus comienzos en el golpe de 18 Brumario y la campaña de Italia hasta Waterloo.

Los vemos en Montebello donde, siendo su bautismo de fuego, nuestro héroe se agacha ante una salva de botes de racimo y condena de inmediato su debilidad respondiendo, «no lo haré», al sargento mayor que grita, «¡no agachéis la cabeza!». Los encontramos en Marengo cuando, arrojado al suelo y sableado, no le quedó más remedio para salvar su vida que aferrarse, sangrando como estaba, a la cola del caballo de un dragón hasta que pudo reunirse con su media brigada, coger un mosquete y disparar incluso mejor que antes; o en las ciénagas heladas de Polonia, donde se vio obligado a tirar de sus piernas con ambas manos para poder sacarlas y dar así otro paso adelante; o en Essling, cuando el cañoneo austriaco hizo volar los morriones de piel de oso de la vieja guardia y despidió trozos de carne humana con tanta fuerza que muchos soldados resultaron derribados por sus impactos; o en la carretera de Vitebsk, cuando con la sola formalidad de un sorteo vemos fusilados a setenta desertores, ofrendados como un último sacrificio a la disciplina menguante de la Grande Armée; o en Maguncia durante los horrores de la fiebre tifoidea, el azote final de la retirada, cuando fue necesario sacar los cañones para obligar a los convictos a cargar las pilas de cadáveres en carros de forrajeo para bascular posteriormente la terrible carga en una gran fosa.

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