Se llamaba Angelo Cerica, había llegado a capitán durante la Primera Guerra Mundial antes de ser trasladado al cuerpo de Carabinieri, en el que, para 1927, ya era teniente coronel. Había tenido ocasión de viajar al extranjero, pues durante la Segunda Guerra Italo-Abisinia había estado al mando de la Legión de los Carabinieri de Asmara. Por méritos al valor, no tardó en alcanzar el rango de general de brigada y, el 19 de junio de 1939 se le nombró jefe de las fuerzas de Carabinieri en el África Oriental Italiana. De allí pasó a Libia, con el mismo puesto, y el 22 de junio de 1942 ascendió a general de división y fue puesto al mando del 4.º Destacamento de Carabinieri, Podgora (costa meridional de Croacia, por entonces bajo control italiano). Nada, en su vida, le había preparado para lo que estaba a punto de suceder.
Eran las 13.00 horas del 25 de julio de 1953 cuando se presentó ante el general Vittorio Ambrosio, jefe del Estado Mayor General del Ejército italiano. Nada más entrar, este le ordenó que prepara la detención de Benito Mussolini. Por supuesto, Cerica había sido elegido jefe de los Carabinieri de Roma por su lealtad al rey, pero tan solo llevaba tres días en su puesto y, a diferencia de su antecesor el general Azolino Hazon –muerto a causa del bombardeo aliado sobre Roma el 19 de julio–, no tenía ni idea de la conjura que se estaba preparando. La acción tendría lugar en Villa Savoia, la residencia real, a las 17.00, cuatro horas más tarde.