Aprendiendo a Volar: las escuelas de pilotos en la Primera Guerra Mundial. (I/2)

Cuando comenzó la primera guerra mundial, esta iba a ser corta, y todas las escuelas de pilotos, una afición nueva y moderna que hacía furor entre quienes podían permitírselo, cerraron. Sin embargo la guerra se alargó, lo haría durante cuatro años interminables, y pronto volvieron a ser necesarias las escuelas. En ellas no solo se enseñó a pilotar, sino que las especialidades fueron tomando poco a poco su lugar: ametralladores, bombarderos, observadores; todo ello sin olvidar la instrucción militar, ya que los pilotos, a fin de cuentas, seguían –o debían seguir siendo- soldados.

 

Aquí podemos ver uno de los «pinguinos», para la primera fase del entrenamiendo.

 

No obstante, la finalidad de las escuelas de pilotaje era enseñar a volar, y había dos maneras básicas de conseguirlo. La primera, “inventada” por los franceses y empleada por ellos sobre todo, consistía en que el estudiante se montara, el solo, en sucesivos modelos de avión, y se dedicara a efectuar maniobras cada vez más complicadas hasta que, finalmente, volaba. El otro sistema empleó el avión con doble mando, modelo que había sido creado por los hermanos Wright. Este sistema fue el adoptado por los ingleses, y por otros muchos, pues ofrecía la posibilidad de un entrenamiento. Esto motivó que al final muchas escuelas francesas también acabaran pasándose a este sistema.

No obstante, dado que el sistema inglés es más conocido, en estas entradas nos centraremos en el otro, sin duda más… interesante. Lo conocemos bien gracias a un voluntario americano, llamado Reginald Sinclaire, que aprendió a volar en la escuela de Avord –una de las más importantes, con un millar de estudiantes y alrededor de 1.300 aviones- durante el año 1917.

Sinclaire subió a un avión por primera vez el 20 de junio. Se trataba de un Bleriot, con un motor d 15 cv y las alas recortadas, lo que hacía imposible que pudiera despegar. Tal avión, que recibía el mote de “pingüino”, servía para que los estudiantes, normalmente en grupos de una docena, cada uno con su aparato, condujeran a toda velocidad por una pradera de aproximadamente un kilómetro y medio de longitud. Al llegar al final, un equipo “de tierra” los estaba esperando para dar la media vuelta al avión y mandarlos de regreso al punto de partida. “La idea era que uno debía mantener el avión en posición, y aprender cual era dicha posición, saber dónde se encontraba en lo que los franceses llamaban la línea de vuelo, y cuál iba a ser la posición del avión en el aire, con la cola en horizontal. Esta clase no me resultó difícil en absoluto, y me gustó mucho; era divertida. Sin embargo, me di cuenta de que había que ser muy rápido con los pedales”. Escribió nuestro protagonista. Era muy cierto, pues si uno de los doce se desviaba, el resultado solía ser un amasijo de tela, madera, partes metálicas y estudiantes noqueados.

Ooops

El 17 de julio Sinclaire fue ascendido a “rodador”. En este nivel los aviones tenían motores más grandes, y alas de verdad. Sin embargo, a pesar de que los aparatos si eran capaces de despegar, la finalidad del ejercicio era precisamente no hacerlo. “cuando [el aparato] estaba a punto de dejar el suelo, uno levantaba ligeramente el pie del acelerador”.

El 22 fue el día de su primera clase de despegue. En el mismo avión, los estudiantes eran enviados a recorrer un campo de dos kilómetros de largo, en el centro del cual había una zanja, de modo que, al pasarla, el avión volaba durante algunos segundos.

La clase siguiente, que para Sinclaire llegó el día 26, era la del “picado”. En ella el estudiante debía elevar el avión a unos trescientos metros de altitud, para después traerlo de vuelta a tierra. Es muy probable que el nombre de la maniobra tuviera que ver con el ángulo, excesivo en más de una ocasión, empleado por los alumnos para volver al suelo, en estos casos con brusquedad. Si la maniobra anterior se ejecutaba volando siempre en línea recta, la “vuelta a la pista” implicaba girar, haciendo volar el aparato alrededor de la mitad de la pradera; y las “espirales” consistían en cruzarlo transversalmente varias veces.

El compañerismo era tan importante como en la escuadrilla. Aquí, un grupo de oficiales y suboficiales en proceso de formación.

Con esto, tras 47 horas de vuelo, el 1 de octubre Sinclaire se licenció; por fin sabía volar. Lo siguiente era aprender a hacerlo bien, pero para eso tuvo que ir a la escuela de caza de Pau, done montaría en Nieuports y Spads, y aprendería maniobras más agresivas, durante 17 horas de vuelo más. Todo el proceso duró seis meses, era lo normal; en diciembre fue enviado al frente. Con tan solo unas sesenta horas de vuelo, no es sorprendente que los novatos fueran un blanco fácil para los pilotos más experimentados.

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