Tras la derrota, más psicológica que real, del general McLellan y su Ejército del Potomac en las batallas de los siete días de finales de junio de 1862, la Guerra de Secesión había llegado a una especia de empate que llevó a las autoridades de Washington a proponer un cambio de estrategia. En vez de tratar de tomar Richmond, la capital confederada, ascendiendo por la península del río James, el ataque iba a llevarse a cabo desde el norte, y en vez de utilizar el Ejército del Potomac, Lincoln decidió crear una fuerza nueva, el Ejército de Virginia, que puso bajo el mando del general John Pope (1822-1892).
Pope había venido del oeste, donde se había labrado la reputación de ser una persona a la vez controvertida y eficaz. Había comandado tropas en Missouri y, sobre todo, el Ejército del Mississippi, con el que había conquistado New Madrid y tomado la Isla n.º 10, una poderosa posición fortificada en el centro del gran río, armada con cincuenta y ocho cañones, que bloqueaba la navegación hacia el sur. Tras haber abierto el Mississippi hasta Memphis, en Tennessee, Pope, considerado un fanfarrón por sus compañeros, y con una excesiva tendencia a meterse en política, estaba listo para ser llamado a los campos de batalla del este. Lo que sucedió no mucho después. Frases como: “vengo del oeste, donde solo hemos visto la espalda de nuestros enemigos”; o “mi cuartel general estará sobre mi silla de montar”, no tardarían en ayudarle a enajenarse la buena voluntad de los jefes de los cuerpos de ejércitos federales en Virginia, que además preferían a McLellan.
A primeros de agosto, Washington ordenó que se iniciara la retirada de las tropas de la península. Los cuerpos de ejército de McLellan fueron dirigiéndose a la costa para embarcar y navegar ascendiendo el río Potomac hacia donde se estaba concentrando la nueva fuerza. Pronto, empezaron los movimientos que llevarían a la segunda batalla del Bull Run, el 29 y 30 de agosto, en la que Pope sería contundentemente derrotado, en parte por su propia temeridad y en parte por el sabotaje de sus subordinados. Pero mientras, a orillas del río Minnesota, estaban pasando cosas que pronto traerían de vuelta al general derrotado hacia el oeste.
Según los recuerdos dejados por Mary Schwandt, hija de inmigrantes alemanes recién instalados en el estado fronterizo de Minnesota, en la mañana del 18 de agosto de 1862, un “gran sol rojo se alzó por el este, tiñendo todas las nubes de carmesí, y disparando largos rayos de luz escarlata sobre el verde valle del río y las colinas doradas a ambos lados”. Unas pocas millas río abajo de la granja Schwandt, en New Ulm (por si alguien necesitaba más pistas con respecto a la procedencia germana de casi un tercio de los 175 000 pobladores no nativos de la región), el joven Henry Behnke, escribano del juzgado local, había instalado un puesto de reclutamiento para reunir voluntarios a fin de cumplir con el mandato de Lincoln, que había pedido trescientos mil hombres más para reforzar los ejércitos de la Unión.
Tras cumplir con su tarea en New Ulm, Behnke recogió sus bártulos y se unió a una caravana de cinco carretas con la intención de recorrer la región de Milford, en busca de más voluntarios. El grupo no tardó en partir hacia el oeste, pasando ante granjas más prósperas y las cabañas humildes que crecían por la pradera. Habían recorrido unos ocho kilómetros cuando llegaron a un puente, que cruzaba sobre un barranco arbolado. Sin duda, Behnke sabía que los colonos no eran los únicos pobladores de la región. Las praderas eran también el hogar y el terreno de caza de miles de indios Sioux, Winnebago y Chippewa. Y estos andaban un tanto agitados últimamente, ya que eran conscientes de que los imparables hombres bandos habían decidido masacrarse, allá hacia el este, y su poder había disminuido.
Interesante inicio.