En nuestra última historia nos referimos a la cena que iba a disfrutar un hombre con su familia. El personaje era David Dixon Porter, oficial de la Marina estadounidense que estaba hasta las narices de su trabajo. De hecho, Porter había solicitado el traslado a California con la intención de pasar a servir en la flotilla de guardacostas del tesoro y luego trasladarse a la Marina mercante. La solicitud no había gustado mucho. En aquellos días, muchos oficiales abandonaban los cuerpos militares estadounidenses para irse al sur y, en consecuencia, todos aquellos que pedían destino en costas alejadas o en el extranjero eran mirados (mal) con lupa.
Pero a Porter todo aquello le daba igual. Con cuarenta y ocho años seguía siendo teniente, el sexto de la lista, y llevaba veinte años sin recibir un ascenso, de hecho, también lo que estaba pasando en fuerte Sumter le importaba un ardite, según sus contemporáneos. En estas circunstancias, sin duda debió de ser una sorpresa que le avisaran de que un coche de caballos lo esperaba a la puerta de casa para llevarlo a ver a William Seward, el secretario de Estado. Estaba a punto de meterse en una turbia conspiración que bien podría costarle el escaso puesto de teniente que tenía.