Coignet toma solo un cañón en Montebello y es de los primeros condecorados con la Legión de Honor

Jean Roch Coignet fue un destacado militar francés miembro de la Guardia Imperial de Napolón que participó en todas las campañas del conslulado y del primer imperio francés. Por su comportamiento en Montebello y en Marengo fue incorporado a la Guardia Imperial y fue uno de los primeros hombres en ser condecorado con la Legión de Honor.

Coignet toma un cañón él solo en la batalla de Montebello

Nos deleitábamos con la fruta madura de la que estaban cargados los arbustos cuando, de repente, a las once, oímos disparos de cañón. Pensamos que era muy lejos, pero estábamos equivocados; cada vez se acercaba más a nosotros. Llegó un ayuda de campo con órdenes de que iniciásemos el avance tan rápido como nos fuese posible. El general estaba en un apuro en todas partes. «A las armas», dijo nuestro coronel, «¡adelante, mi bravo regimiento! Hoy es nuestra oportunidad de distinguirnos». Y nosotros gritábamos, «¡hurra por nuestro coronel y por nuestros valientes oficiales!». Nuestro capitán, con sus 174 granaderos, dijo, «yo responderé de mi compañía. La dirigiré desde el frente».

Nos hicieron marchar por secciones y cargar nuestras armas sobre la marcha, momento en el que puse un cartucho en mi mosquete. Me persigné con ese cartucho y me trajo buena suerte. Llegamos a la entrada de la población de Montebello, donde vimos una gran cantidad de soldados heridos, y luego se produjo la carga que obtuvo la victoria del día.

Yo iba en la primera sección de la tercera fila, de acuerdo con mi estatura.17 Al salir del pueblo, un cañón nos soltó una salva con bote de racimo que no hirió a nadie. Yo agaché la cabeza al oír el sonido del cañón pero mi sargento mayor me golpeó con el sable en la mochila y me dijo «no debes agachar la cabeza». «No, no lo haré», respondí yo.

Memorias del Capitán Coignet, Edicione Salamina

Tras la primera descarga, el capitán Merle gritó, «a derecha e izquierda al interior de las trincheras», con el propósito de evitar que recibiéramos otra andanada. Como yo no oí la orden del capitán, quedé completamente expuesto. Adelanté corriendo a nuestros tambores, en dirección al cañón, y caí sobre los artilleros. Estaban recargando la pieza y no me vieron. Maté a los cinco con la bayoneta, luego salté por encima de la pieza y mi capitán vino a abrazarme al momento de pasar. Me dijo que guardase mi cañón, cosa que hice, y nuestros batallones arremetieron contra el enemigo. Fue una sangrienta carga a la bayoneta en la que se disparó por secciones. Los hombres de nuestra media brigada lucharon como leones.

Yo no permanecí mucho tiempo en esa posición. El general Berthier vino al galope y me dijo, «¿qué estás haciendo aquí?». «Ya lo ve, general.

Este es mi cañón, lo tomé yo solo». «¿Quieres algo de comer?» (Hablaba con una voz nasal). «Sí, mi general». Entonces se giró a su sirviente y le dijo, «dale algo de pan». Y sacando un pequeño cuadernillo verde me preguntó mi nombre. «Jean-Roch Coignet». «¿Tu media brigada?». «La 96.a». «¿Tu batallón?». «El primero». «¿Tu capitán?». «Merle». «Dile a tu capitán que te lleve a ver al Cónsul a las diez en punto. Ve y búscalo; puedes dejar tu cañón aquí».

A continuación se marchó al galope y yo, encantado, fui tan rápido como me permitieron las piernas a reunirme con mi compañía, que había girado a la derecha y se había internado en un camino. Se trataba de un camino bordeado a ambos lados por setos atestados de granaderos austriacos. Nuestros granaderos luchaban con ellos a la bayoneta. Se hallaban en un completo desorden. Llegué hasta mi capitán y le dije que me habían tomado el nombre. «Eso es bueno», me respondió. «Ahora, ven y pasa por este hueco para que podamos llegar a la cabeza de la compañía; marchan demasiado rápido, van a quedarse aislados. Sígueme». Pasamos juntos a través de la abertura.

Guardia Imperial

A unos cien pasos al otro lado de la carretera había un gran peral, y detrás un granadero húngaro que aguardaba a que mi capitán se pusiese delante para dispararle. Pero cuando lo vimos me gritó, «dispara, granadero». Como yo iba detrás, lo apunté a una distancia de solo diez pasos y cayó muerto. «No te alejes de mí en todo el combate», me dijo; «me has salvado la vida». Y a continuación nos apresuramos a ponernos a la cabeza de la compañía, cuyo avance había sido demasiado rápido.

Allí había un sargento llegado del otro lado, al igual que nosotros. Lo rodeaban tres granaderos. Yo corrí a socorrerlo. Lo tenían sujeto y me conminaron a rendirme. Apunté mi mosquete hacia ellos con la mano izquierda y lo hice bascular con la derecha, hundiendo mi bayoneta en el vientre de uno de los granaderos y luego en un segundo. El tercero fue derribado por el sargento, que lo agarró de la cabeza y lo arrojó a sus pies. El capitán terminó el trabajo. El sargento recuperó su cinturón y su reloj y, a su vez, desvalijó a los tres austriacos. Dejamos que se recuperase y se reajustase el uniforme y corrimos adelante a buscar la vanguardia de la compañía, que comenzaba a adentrarse en un gran prado, donde el capitán se hizo de nuevo con el mando y la reunió con el batallón, que avanzaba a paso ligero.

Para saber más, Memorias del capitán Coignet – Granadero de la vieja Guardia Imperial de Napoleón

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