Annapolis – El sorprendente final del Crucero Reina Mercedes

En 1953 el embajador de España en USA, JM Areilza en una visita oficial a la Academia de Annapolis descubrió que en un muelle conservaban los norteamericanos el casco del crucero Reina Mercedes, perdido en Santiago de Cuba en 1898.

El crucero Reina Mercedes en los muelles de la Academia Naval de Annapolis.

El crucero Reina Mercedes no salió de Santiago aquel fatídico 3 de julio de 1898. Sus calderas estaban inservibles y había quedado como batería flotante. Tras el desastre de Cervera, su tripulación lo hundió en la boca de la rada, pero los norteamericanos acabaron reflotándolo y llevándoselo a la Academia de Annapolis, donde tuvo diversos usos hasta convertirse en un museo. Su descubrimiento por parte del embajador español llevó a la gestión de los trámites necesarios para que se produjera su baja definitiva, instancias que llegaron hasta el mismísmo presidente Eisenhower, que dio el impulso definitivo. Así lo cuenta José María de Areilza en sus memorias.

El almirante Carney, jefe de la Marina estadounidense y su esposa se convirtieron en verdaderos amigos. Tenía una gran admiración y simpatía por España y lo español y había sido uno de los que con mayor eficacia apoyó la gestación de los acuerdos de 1953. Carney me invitó a visitar oficialmente la Academia Naval de Annapolis y allí me dirigí con el agreagado naval, algunos periodistas y miembros de la Embajada.

Fue una visita interesante y detallada. Me rindieron honores y desfilaron los midshipmen, entre los que había algunos cadetes españoles en impecable formación al término de la ceremonia. Recorrí después con el almirante Smedeborg, superintendente de la Academia , los bellísimos alrededores. Quise ver el edificio en que había residido durante su cautiverio aquel marino ejemplar y clarividente que se llamó el almirante Cervera. Me hablaron de la tradición caballeresca de ese prisionero de excepción que dejó una estela de admiración entre los jefes y oficiales americanos.

Y me hicieron ver que todavía existen unas rosas que llevan su nombre que florecen en los huertos y jardines de la ciudad contigua a la base naval. Pero hubo algo que me sorprendió y me llegó al fondo de mi sensibilidad de español. Era un crucero de traza finisecular acostado al muelle en el que  entraban y salían a través de una rampa y escalera gran número de oficiales y alumnos y público en general. El almirante jefe de la Academia notó mi ligera alteración y me aclaró en seguida: «Es el casco del navío de guerra español Reina Mercedes que fue hundido en aguas de Santiago de Cuba, en la guerra del 98. La marina norteamericana lo rescató del fondo de la bahía y después de repararlo, lo trajo a Annapolis como recuerdo de aquel lejano conflicto. Sirvió primero de prisión de oficiales en arresto. Después de club social y mess. Finalmente, se decidió convertir una parte en museo y abrirlo al público para que lo visite varios días por semana y los domingos».

Subimos a bordo. Se conservaban las cubiertas, los camarotes, el puente y los instrumentos, prácticamente intactos. Las ruedas del timón llevaban, con los botes  y salvavidas, el nombre de aquel crucero de la escuadra de Cervera que recordaba a la reina romántica que cantaban los romances pouplares madrileños. Unos folletos explicativos daban noticia de lo que había sido el navío y de como fue hundido y más tarde rescatado por la marina norteamericana. Sin quererlo, ni decirlo, aquello se convertía en un trofeo, en un simbólico recuerdo de una triste guerra cuyos fundamentos éticos no añadieron creo yo, mucha gloria a la historia de la gran nación.

El Reina Mercedes hundido. Detrás se aprecia la fortaleza de El Morro.

Al volver a la Embajada rumié durante toda la noche las enseñanzas de aquel desconcertante epidsodio. ¿No era incoherente mantenaer ese testimonio vivo de un conflcito que enfrentó a dos naciones y a dos Marinas de guerra, ahora que la solidaridad y cooperación entre los dos pueblos habían tomado un rumbo enteramente opuesto? Aquella presencia constante en la Academia naval por excelencia, el «West Point» del mar, de un navío de la escuadra vencida, en heróico, desigual e inútil combate, era un medio indirecto de crear un clima de hostilidad hacia nuestra nación. Por otra parte, la Marina norteamericana tenía una historia breve pero repleta de victorias y acontecimentos mucho más importantes, singularmente en la guera del Pacífico desde Pearl Harbor hasta la rendición del Japón.

¿No resultaba ridículo considerar el combate de Santiago como la única batalla naval digna de ser recordada a través de aquel crucero convertido en museo? Comprendí lo largo y difícil que sería el proceso. La máquina burocrática americana es seria y eficaz. Pero su capacidad de producir papeles y documentos es asombrosa. Prevía que un bien del Estado – como era el crucero- no era fácil darlo de baja en el inventario nacional sin atravesar una sere de obstáculos y formulismos. Pensé, por otra parte que en los altos niveles de la Marina estadounidense, una petición de tal naturaleza se entendería muy bien y más viniendo de un país que se identificaba frecuentemente con el culto de los valores morales por encima de las conveniencias utilitarias.

Llevé el asunto al almirante Carney en una conversación de sobremesa en que evocó recuerdos de la terrible campaña del Pacífico. La pretición le cogió de sorpresa; pero al cabo de un rato me dijo que comprendía muy bien las razones de mi ruego. Era, en efecto , difícil «descomisionar» el buque en el activo de los bienes de la Marina nacional y más aún si se trataba de una devolución del mismo a España, lo que podía incluso dar lugar a interpelaciones o preguntas en el Congreso. Sugirió que se anunciara la venta del viejo navío para desguace, con lo que el resultado sería el mismo. Y me pidió que explorara el ánimo del ministro de Marina y del almirante Radford sobre la cuestión. Ambos personajes dieron luz verde a la petición mía prometiendo que estudiarían el asunto par buscarle una solución.

Jose María de Areilza

Informé al minsitro y al jefe del Estado de la iniciativa y este último – ferrolano de naciniento – me hizo llegar una nota sobre el crucero y los detalles de su hundimiento. El Reina Mercedes fue el primer buque de guerra metálico construido en Cartagena en 1886. Desplazaba 3.000 toneladas y tenía entre 13 y 15 nudos de andar. No tenía protección acorazada. Armaba 6 piezas de 16, 3 de 57mm y 2 de 42. Su propulsión quedó prácticamente inutilizada al atravesar el Atlántico y fondear en Santiago. Se le situó como batería flotante en el canal de acceso y desembarcó parte de los cañones emplazándolos en tierra. Su dotación de 380 hombres tomó parte como infantería de Marina en los heroicos combates de Las Lomas de San Juan y desde el crucero fondeado se logró la rendición y hundimiento del corsario Merriman [sic] un mes antes de la batalla naval de Santiago.

Terminada ésta, con el hundimiento en desigual combate de la escuadra de Cervera, el Reina Mercedes fue hundido por su tripulación para obstaculizar el paso de los navíos americanos al interior del puerto. Pienso que, en todo caso, la iniciativa apelaba a su íntima sensibilidad de marino frustrado [se refiere a Franco], que había conocido de adolescente en su ciudad natal las trágicas noticias llegadas de las Antillas sobre la catástrofe de nuestra escuadra. Pasó el tiempo y el asunto seguía detenido por las formalidades adnisnstrativas inherentes a los bienes nacionales. Llegó en esto el almirante Moreno en visita oficial a Washington, donde fue obsequiado con especialísimas deferencias y recibido por el presidente.

Hablé con Don Chambo, como le llamaban sus compañeros, y le puse al corriente del proyecto que apoyó con entusiasmo aunque yo le pedí que no hiciera mención del tema en sus importantes conversaciones sobre otros temas como suministros de material, cesiones de destructores e incremento de la ayuda militar. Al cabo de año y medio de espera, solicité de mi amigo Bob Gray que me falicitara una audiencia con el presidente, anunciándole cual era el tema exclusivo de la visita. Me recibió Eisenhower con su ancha sonrisa y me dijo que había estudiado el Dossier y que el crucero no era ningún caso de «botín de guerra»,  pues no había sido hundido en combate sino averiado gravemente y enviado luego al fondo del mar por la tripulación española para contrabloquear el paso de la escuadra americana hacia el puerto de Santiago. Yo le hice ver que esas sutilezas no impedían que ante el público visitante fuera aquello un perenne recordatorio de una grave y antigua querella entre los dos pueblos que hoy eran amigos y aliados.

Y que los oficiales de Marina españoles que hacían cursillos en la Academia resentían aquella presencia como una espina en su corazón. Me despidió con un «Let me see what I can do» que me llenó de esperanza. A los tres días me llamó el almierante Carney alborozado: «El Reina Mercedes ha sido dado de baja en la Armada y será desguazado. Pero antes habrá una ceremonia en la Academia naval con su presencia. Dígame qué objeto del navío desea usted que se le entregue como gesto simbólico de homenaje a España y a su Marina».

Elegí la campana del crucero, grande, de bronce, con su nombre, el escudo nacional y la fecha grabados en el metal. Me pareció que aquel «Cáliz de las horas» como llamara Basterra a las campanas, que tantos años había regido con su tañido y su pique y repique, la vida marienra de abordo, era el más sonado recuerdo de este significativo episodio. Tuvo lugar el acto en una tarde soleada y fría en Annapolis junto al crucero mismo, donde se había levantado una tribuna sobre cuya mesa reposaba la campana envuelta en cintas de los colores nacionales de ambas naciones.

Ceremonia de baja del crucero de la Marina norteamericana. Areilza en el centro de espaldas.

Me compañaban en la plataforma el almirante Smedeborg, superintendente de la Academia, y el capitán de navío Blanco, agregado naval de la Embajada. Los cadetes de la Academia, formados rígidamente frente a nosotros, escucharon las palabras de su jefe y mi respuesta. Dijo el almirante norteamericano que con aquella ceremonia se ponía fin a la querella del 98 que había seperado durante un periodo a dos pueblos, llamados a entenderse en profundidad y que se asomaban a un mar común. Las compañías presentaron armas mientras sonaba el National Anthem americano y muy lentamente la bandera de las estrellas y las barras era arriada del mástil del crucero español.

Luego un largo toque de oración puso un punto final emotivo a la celebración. Yo confieso haber experimentado en esos momentos la más intensa satisfacción de mi etapa de embajador en Washington, aunque no faltarán enspíritus críticos que juzgarán banal este relato. Hay ocasiones en que el reflejo del patriotismo elemental aflora a nuestro ser de manera espontánea y no hay que tener empacho en confesarlo.

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